Este artículo fue escrito en noviembre de 1999, poco antes de dejar Ecuador. Los
acontecimientos políticos de enero del 2000, cuando estoy escribiendo, pueden parecer un
sarcasmo ahora. Especialmente esos ditirambos a la clase política ecuatoriana. Pero prefiero no
cambiar nada. Sabía cuando lo escribía que el país bordeaba el abismo, y contra ello sólo cabía
hablar con ilusión para espantar el fantasma de la involución política. Sigue siendo válido lo
que digo, especialmente cuando el hambre acucia a la mayoría de los ecuatorianos. La solución
fascista es siempre la más fácil, y ya se sabe quiénes son los chivos expiatorios.
Yo era un homosexual feliz en Quito. Tal vez no el único, pero tal vez también uno de los pocos. Yo estaba entusiasmado: había conocido a gente muy interesante, gente que lucha por los derechos civiles de los homosexuales con palabras y actos políticos de gran sagacidad y valentía. Más aún, en alguno de los locales nocturnos de ambiente gay quiteños se estaba repartiendo propaganda e información muy útil. Estaba admirado, y estaba orgulloso de Ecuador y su Constitución Política. Ya verán esos gringos, me decía, cuando regrese allá y les cuente. Leía y releía con placer el artículo 23.3 de la Carta Magna de la República, que reconoce la igualdad de todos ante la ley, sin que valga discriminar por razones de "edad, sexo, etnia, color, origen social, religión, filiación política, posición económica, orientación sexual, estado de salud, discapacidad o diferencia de cualquier otra índole." Con un colega colombiano comentaba las repercusiones de un texto tan profético. Mi colega, buen conocedor de la realidad política latinoamericana, me abundó que la Constitución colombiana también reconoce la igualdad ante la ley de los homosexuales. Tres son las repúblicas de este mundo que reconocen en su documento el derecho a ser homosexual y a demostrar afecto por alguien del mismo género: Suráfrica, que tanto ha sufrido a manos de la deshumanización organizada, Colombia, que sobrevive a la violencia política y social con altísimas dosis de esperanza y Ecuador, que resiste a cualquier lluvia de ceniza, sea política, económica o de la otra. Tres países en donde la vida es difícil y en donde la clase política ha adoptado normas de dignidad y respeto para todos. En teoría, claro está. La práctica del diario vivir puede ser muy diferente. Lo es de hecho.
Un pequeño incidente me despertó de mi sueño y de mi inocencia. Pasó como hace un mes. Un viernes por la noche me invitó a cenar un amigo ecuatoriano. Después de cenar fuimos dando un paseo por la avenida Amazonas, tan animada y llena de estudiantes norteamericanos que van haciendo un via crucis espirituoso en donde su español se olvida o se mezcla con su inglés más dialectal a medida que sube el grado alcohólico de su sangre. Decido invitar a mi amigo a un establecimiento gay de nombre muy maternal y ruso. Es nuevo, y por dentro tiene una decoración de villa italiana del Renacimiento. Todo muy decadente, le digo. Él no conoce el lugar, porque es nuevo. Además, me dice, prefiero evitar algunos de estos lugares. Mi amigo ecuatoriano es negro. Lo intentamos? Le animo. Como quieras, me responde con escepticismo. Cruzamos la calle y nos plantamos ante el portero, que nos dice que no se puede entrar, porque se da una fiesta privada. Un viernes. Le pregunto quién la da, y me dice que no sabe. El cinismo es evidente en el tono de su voz. Le pregunto a boca de jarro si es que no podemos entrar porque quien viene conmigo es negro. El portero me responde que por supuesto que no. A todo esto mi amigo ya se ha separado de la puerta, porque esta es una batalla que no le interesa emprender, especialmente un viernes por la noche. Lo alcanzo y le pregunto, qué te parece? Se encogió de hombros por toda respuesta. Nos fuimos a un segundo lugar no lejos de allí, un lugar que cambia de nombre con frecuencia, para desesperación de las guías internacionales gay. Allí el portero tenía otra historia. Mi amigo sacó el dinero de la entrada y el portero le miró por encima y se dirigió a mí preguntándome si él venía conmigo. Yo ya estaba algo harto y le contesté que yo venía con él, que para eso soy extranjero y el invitado. El guardia de seguridad registra a mi amigo como en las películas. Yo alzo los brazos también para que haga lo mismo conmigo, pero me dice que no, que yo puedo pasar. Dentro ya, saludé a otro amigo e hicimos las presentaciones. Acababa de estar en el anterior establecimiento, donde ni había fiesta privada ni nada que se le pareciera. Sí había habido una pelea entre dos clientes y el que llevó la peor parte fue el portero, que quiso intervenir y separarlos. Los clientes no eran negros, claro, faltaría más en un lugar tan distinguido y de tanta clase. Es difícil que le queden ganas a uno de bailar después de oir esto, pero para eso es el baile, para disfrutar del placer que nos da el cuerpo con el compás de la música que sea. La música de este segundo lugar donde nos dejaron entrar a regañadientes era agradable: cumbias, merengues, salsa, rumbas.Todo es música de negros, me dice mi amigo con ironía a las dos horas de estar por allí. La música en inglés también era negra. Corolario: queremos lo que ustedes hacen, lo que producen, su arte y su sangre, pero a ustedes, no. Filosofía de la plantación y del concertaje.
Me olvidaba de un detalle. En el lugar donde le negaron la entrada a mi amigo negro es donde se repartía no hace mucho el folleto precioso en que se especifican los derechos constitucionales de todos los ecuatorianos, incluido el derecho de entrada a bares y otros establecimientos y del que cité más arriba el artículo 23.3 de la Constitución.
La historia no acaba aquí. Dos semanas después me invita mi amigo negro a un lugar nocturno que él sí frecuenta. Voy con mi colega colombiano, al que había comentado el incidente anterior. Se trataba de una discoteca que no está en la zona elegante de Quito, sino en un sector límite, en donde me adviertió que tuviera los ojos abiertos porque hay peligro en las inmediaciones. Allí va la gente del sur de la ciudad, y se nota desde la entrada que el ambiente va a ser distinto: un portero negro da la bienvenida y vigila a la salida por que uno tome un taxi a la misma puerta. Argos no lo haría mejor con sus cien ojos. Dentro, la decoración y la clientela son un símbolo: fotogramas de Charles Chaplin nos recuerdan lo esencial que es mantener la dignidad siendo pobre, de la raza perseguida y de corazón romántico. Volvía yo a mi sueño cuando me despertó un apagón de música. La gente que bailaba se fue a sus mesas, mi amigo me hizo señas de lo mismo, y vimos aparecer a cinco policías en traje de fatiga con barras de hierro algunos y actitud chulesca todos. Entraron, dieron una vuelta y salieron sin decir ni mu. Volvió la música. Salsa, merengues, cumbias, vallenatos, música negra. También en inglés. Y la gente bailaba, y el incidente se olvidaba, porque había cosas más importantes que hacer, como divertirse o decirle a alguien te quiero, te adoro, te compro un loro. Ni que decir tiene que si hay un lugar en donde pienso gastar mi dinero es este. Los otros dos no van a ver un sucre mío nunca, ni de mi amigo negro probablemente tampoco. Sic semper tyrannis, que decía el otro.
Mi colega colombiano y yo hablamos a nuestros alumnos norteamericanos aquí en Quito del espíritu utópico de América, de los proyectos nacionales que aspiran a la perfección política. Yo les presento la filosofía de Las Casas, el Inca Garcilaso, Guamán Poma de Ayala como una línea de pensamiento esperanzado y profético que llega hasta el espíritu de la Constitución del Ecuador de nuestros días. Frente a ellos está el espíritu de Núñez de Balboa, Pizarro, Cortés, que quemaban vivos a indígenas sodomitas, o los echaban a sus perros. América se debate desde hace quinientos años entre el buen gobierno y el malo. Pero el buen gobierno somos nosotros, no los políticos. El propietario de un bar gay no puede andar repartiendo propaganda en favor de los derechos humanos y discriminar a la gente por su color, o su aspecto, o para que su local tenga un cierto ambiente "selecto." Ecuador, como la España de donde vengo, tienen mucho que andar a este respecto. La indignante discriminación que sufren muchos ecuatorianos en Madrid o Barcelona habla de corrupción moral en una sociedad que ahora se cree rica, cuando hace tres décadas andaba en andrajos. Igual por estos pagos: ya va siendo hora que se hable de racismo y discriminación a todos los niveles. Los negros de Esmeraldas y del Valle del Chota están llamando a la puerta desde hace mucho tiempo. O la nación les abre, o la van a derribar a puntapiés con mucha razón. Luego será el lamento, llamar al cerrajero y al carpintero, y así no puede ser, con la crisis que tenemos encima. O jugamos todos, o rompemos la baraja. Y el Pichincha nos sepultará a todos, como dice el Himno Nacional.