Ekomo

El negro manto de la muerte se gastaba con la erosiön del tiempo. Bajo la oscura capa de la tristeza, se cicatrizaban, poco a poco, las heridas producidas por las muertes violentas.

Una débil luz comenzó a asomarse en el cielo, como un tímido consejo para el olvido y, aunque en la mente de nosotros quedaban marcadas las huellas de todo lo pasado, sabiamos que éstas serían implacables para ser borradas para siempre de la mente. Porque eran hechos que tendrían que ser contados cada vez que se presentase la ocasión. De todas formas todos parecíamos despertar de un largo letargo y todas nuestras acciones eran tímidas y lentas. Todavía no se oía a ninguna mujer llamando a su hijo a gritos y los niñós al jugar jugaban a los difuntos y a los entierros.

Los crepúsculos fueron muriéndose uno a uno, uno tras otro tras la ceiba. Las bruscas noches de la selva fueron pasando una a una, contándose una tras otra, anunciándonos el paso del tiempo. El batir de las alas de los gallos. El sol, con la llegada del día, sonreía anunciándonos su amor a la vida y la misma vida nos hacía ver que es inmutable al tiempo y sus acontecimientos.

Desde el oscuro fondo de mi cocina, mañana a mañana, despertaba yo como los demás y, junto a madre, me encaminaba a los quehaceres de la selva. Ya por entonces había desaparecido por completo la sensación de la muerte en el ambiente. Ya no daba la sensación de ve a alguien fugaz entre la jungla y ya no se sentía la impresíón de ser observado por ojos extraños mientras se trabajaba. Todo había pasado. El fru-fru de la brisa al pasar entre las ramas, el serpentear de los reptiles y el jolgorio general de los pájarillos al cantar parecía dar la bienvenida al hombre de la selva. Yo, detrás de madre, andaba en hilera con las demás mujeres con la boca callada y el oído atento.

En nuestro pueblo las mujeres se dan una cita, pero no todos los días, para comentar los últimos acontecimientos. Una cita en el trayecto que va del poblado a la finca de cada cual o viceversa. Las mujeres se van encontrando a lo largo del caminoy, sin saludarse, comienzan a hablar del tiempo, de la siembra y finalmente de los últimos chismes que han ocurrido en el pueblo.

Ayer, por ejemplo, se habó de Avoro, la segunda de las hijas de Nfumu, que se iba a casar con un hombre demasiado viejo para las pocas lluvias de la muchacha, “un viejo con un pie en la tumba y con el otro en este mundo”. Pero todos coincidían en que la muchacha debía dar gracias a la providencia puesto que si era aquel un viudo viejo, que se pasaba la vida metido en la selva, ella, aunque joven, no hubiera encontrado un marido mejor. Se recordaba que la hija mayor de Nfumu tuvo que lavarse la cara con hierbas para poder casarse; una familia con la oscuridad pintada en la frente.